miércoles, 19 de septiembre de 2018

Hogar

Entro a mi casa y digo en voz alta:
-Hola fantasma de la Osa.
No hay nadie pero me parece ver a mi gata por todas partes.
Una semana atrás nos mudamos con la Osa a esta casa enorme y distante que no creo poder pagar. Eso no importa ahora.
Ayer volví de la veterinaria cerca de las 10 de la noche con una jaula para gatos vacía. Me quedé sentado un rato largo entre las cajas de cartón apiladas.
Me pregunto ahora si este lugar alguna vez será una casa, quiero decir un espacio que "lo espera a uno”.
El país se cae a pedazos, otra vez. Estoy llorando a mi gata. Regalé su comida, tiré su plato y su baño. Acabo de limpiar del edredón los restos de los vómitos de su última noche.
Ya sé: la presencia de la Osa se irá disipando. Dejaré de encontrar sus pelos entre mi ropa. Pelos de tres colores callejeros que aparecen entre mis cosaas como si nada hubiera pasado.
Tengo varias libretas. Las dramáticas las tiro ni bien las termino. Guardo las de las mañanas luminosas y los proyectos. Recién busqué la de todos los días para despedirme de la Osa. La última nota, de antes de la mudanza, empezaba así: “Medianoche. Escribo frente a la estufa. La Osa se acaba de ir a dormir. Debería seguirla”.
Nos habíamos vuelto parecidos: ritualistas, susceptibles, siempre alerta, exageradamente. Fallados. La Osa reconocía el motor de mi moto. Durante años me esperó del otro lado de la puerta de calle. La Osa era importante para mí. Siempre, pero especialmente este último tiempo, que pasé en esa tierra de nadie que evitamos siempre que podemos.
Si siguiera mi instinto, me escaparía. Ahora mismo. Volvería por las calles del sur. Entre los autos y los piquetes. Perseguiría el olor de un tiempo difícil pero familiar. ¿Encontraría a la Osa durmiendo al sol en la ventana?
Todavía me pierdo en esta casa sin olor y sin sonidos.
El silencio es una página en blanco con la que haría un bollo.
Las plantas que traje, castigadas por el invierno y la mudanza, se han llenado de hojas nuevas.