domingo, 16 de diciembre de 2018

jueves, 13 de diciembre de 2018

Círculos alrededor de la luz

Mi padre ha empezado a convertir polvo, hongos y pigmentos desvaídos en archivos JPG perturbadores. No estoy seguro de que sepa lo que está haciendo realmente al escanear su archivo de diapositivas. O slides, como él dice.
Por momentos me preocupa que se desentienda del presente y quede, de algún modo, atrapado en su juventud. Aunque tal vez sea eso lo que busca. Porque no encontró la posibilidad de viajar en el tiempo como una maldición entre las páginas de un libro o algún otro tipo de vericueto borgeano. Por el contrario, investigó, comparó y compró por fin en internet un artefacto cuyo nombre, en todo caso, remite a una ficción anticipatoria: V6500 Perfection.
A un hombre con toda una vida detrás siempre se le podrán reprochar cosas. Pero pienso que a él nadie podría acusarlo de temeroso o de racional en exceso. A mediados de los setenta, agobiado por las comodidades de Buenos Aires, mi padre se fue a vivir con su mujer y sus cuatro hijos a un rincón del Chaco donde los autos se atascaban alternativamente en el barro o en la tierra liviana como un talco gris. En el Chaco se convirtió en otra persona, tal vez en quién siempre había querido ser.
En las noches de Charata los insectos hacían círculos enloquecidos alrededor de los faroles. Al amanecer estaban todos en el piso, muertos. Cientos de bichos muertos que olían a mar. Pero el olor del Chaco para mí es el del monte: el perfume dulzón de la selva en verano y la madera dura ardiendo en los hornos de carbón durante las noches y en las panaderías de madrugada. Me pregunto cuánto quedará de ese monte y de ese perfume salvaje fuera de los recuerdos que me despiertan las fotos.
Cada tanto recibo archivos que mi padre obtiene de su escáner. En éste, de 1981, veo al chico que fui. Yo soy otro, por supuesto, pero presiento el desconcierto, un cierto andar perdido por la vida (que entonces era un descubrimiento incómodo y acabó siendo una manera de ver el mundo con la que convivo como puedo).
El Chaco tiene el cielo más estrellado que haya visto jamás. Cuando volvíamos del campo al pueblo bien entrada la noche, yo viajaba acostado en la caja de la camioneta que mi viejo conducía a velocidad temeraria por los caminos y huellas de tierra. Las arañas gregarias que se lucieron en la muestra de Tomás Saraceno en el Museo de Arte Moderno podían caerte de a decenas, aterradas, cuando la F100 embestía sus redes, que iban de un árbol a otro atravesando el camino. El motor ronco de la Ford callaba el estrépito nocturno del monte chaqueño, en el que entonces había pumas, zorros, comadrejas, vizcachas y los pájaros daban gritos que helaban la sangre. Todo el camino yo iba pendiente de ese cielo magnético, que parecía tener algo para decirme.
Mis padres aún viven en el Chaco.
Los recuerdos son frascos de perfume vacíos.
La fotos son una falla de seguridad en los mecanismos de la memoria. Una interferencia en los procesos constantes de depuración, orden y reescritura. Nos apegamos al desorden que provocan las fotos. Aceptamos su poder sobre nosotros, su dulce dolor. Los muertos dejaban álbumes y cajas con fotos cuyo destino decidían los deudos. Ahora esas fotos siguen girando en las redes, como satélites extraviados, más allá de la muerte.
En las fotos que recibo desde el Chaco, mi padre y mi madre, sus amigos, mis abuelos, hacen asados en casas de fin de semana, se ríen de algo, se casan, celebran cumpleaños, fuman cigarrillos que ya no pueden hacerles daño. Llega hasta mí el sol de sus días. Hombres y mujeres jóvenes sostienen a sus hijos en brazos o estacionan a un lado de la carretera y hacen la foto que ahora miro en mi pantalla. Se agrupan y se pasan los brazos por la espalda en el típico “abrazo de foto”, porque a veces posan, pero casi nunca parecen calcular la suerte de esa imagen en el mercado social. Uno los adivina entregados en cuerpo y alma al momento en que son atrapados. 


(Fragmento del texto que escribí para Cítrica, revista que me había encargado un texto sobre “fotografía”)

lunes, 3 de diciembre de 2018

Rockstar


Charly García está solo, parado en el medio, metido en un traje que parece vacío. ¿Está posando o le robaron la foto? La foto es una fotocopia pegada en la pared de mi cuarto. Protege el rincón donde escribo con letra urgente. Escribo en círculos, se me mezclan los temas. Pero quiero ser periodista. La confusión dura años. Hasta que empiezo a hacer fotos.
Pero antes de hacer fotos, hago fotocopias: montajes, tramas, efectos de contraste. Quiero ser un héroe del diseño gráfico. Más que periodista. Casi tanto como estrella de rock. Charly es tonner pleno sobre el papel blanco que con el tiempo amarillea. Cerca de Charly hay puntos grises que son Robert Smith de espaldas con los cordones de las zapatillas sueltos, la guitarra apuntando al piso, los pelos de espantapájaros. No son tonterías. Se terminan los 80. Todo el mundo en la ciudad es un suicida, dice García. Siempre es de noche. En el final de la primavera el aire huele a incendio.
Un amigo me lleva a Ezeiza en un auto destartalado. Hablamos a los gritos. Sale el sol. Fumamos. Aterrizo en el invierno. Llueve cuando entro en Madrid. Apenas encuentro una habitación pego a Charly en la pared. Es importante. Tengo veintitrés años. No conozco a nadie.
Luego estoy de nuevo en Buenos Aires. De acuerdo: nadie vuelve, nunca. A ninguna parte. Pero no lo sé. Soy feliz. Camino por las calles de mi viejo barrio como un espía, lleno de presentimientos.
Entonces pierdo mi foto de Charly. Pierdo todo lo que escribí. Me pierdo yo. Sobrevivo para contarlo, pero no hay mucho que contar y enseguida llega un verano de sangre y fuego. Otro. Pero el peor. Después pasan los años, las mudanzas, los trabajos, los viajes en moto, el amor y la soledad. Pasan como nubes gordas en un cielo de invierno.
Un día le hago fotos a Charly. En una se pone el saco al revés, como un chaleco de fuerza. Tiene ojos de animal asustado. Poco después lo internan. Lo sacan de un hotel atado a una camilla, boca abajo. Lo veo en la tele.
¿Qué habrá sido de mi foto de Charly? Quiero decir, no la que tomé yo sino ésa en la que está parado solo en el medio y parece que está por encender un cigarrillo. O lo está encendiendo, lo más probable, pero yo no estaba ahí. La foto es de Hilda Lizarazu. Yo sólo soy dueño de una fotocopia perdida, que a veces, aunque no siempre, me dice algo, todavía.