miércoles, 21 de abril de 2010

Cada vez que decimos adiós


Yo era muy joven y el verano eterno porque no había futuro.
Ni el sol de enero nos quitaba la ropa negra. ¿Qué habrá sido de mis borceguíes con superpoderes?
Una mañana, cuando la inflación empezaba a entrar por las ventanas, recibí una llamada de larga distancia. Era una oferta de trabajo, pero sentí como si me hubiesen invitado a vivir en una película de Almodóvar. Nunca había estado en Europa.
Un amigo me llevó al aeropuerto en un auto destartalado. Hablábamos a los gritos. Durante el vuelo pasaron películas malas que vi de principio a fin. Recuerdo todavía la escena de dos tipos en sillas de ruedas tratando de chocarse y hacerse daño. Dos pilotos de autos de carrera que se habían accidentado (uno era Tom Cruise).
En Madrid las calles estaban heladas y oscuras en pleno mediodía. Yo arrastraba una maleta estúpidamente grande. En la estación de Chamartín tiré mis lágrimas, que empapaban un anticuado pañuelo de tela.
Pasó el tiempo y otro avión me trajo de regreso a Buenos Aires. Los álamos de la Riccieri reían al sol como años atrás. Ahí estaban a los costados los mismos grises monoblocs con las estrías anaranjadas del óxido. Las ventanas donde siempre habrá ropa secándose.
En las fotos de ese día no paro de sonreir. Miro a la cámara y sonrío, capaz de jurarles que he vuelto al verano que un día abandoné empujando una valija inútilmente grande.