viernes, 28 de enero de 2022

Sobre la fotografía

 


Sorprende que pase lo que tiene que pasar: el gajo permanece imperturbable unos días en agua y de pronto echa raíces, hojas nuevas y, cuando menos lo espero, flores. Es un geranio de flores rojas. Le consigo una maceta (ya le buscaré una más grande) y tierra negra y lo retrato con una vieja Hasselblad, que queda con el rollo puesto sobre la mesita del malvón, bañados, cámara y planta, por la misma luz del ventanal que mira al norte, que asoma a los techos bajos de San Telmo, al otoño amarillo y al cielo de postal por el que, de un día para otro, ya no pasan los aviones. Los balcones y las azoteas se llenan entonces de personitas que dejan correr las horas de unos días de cuarentena que parecen siempre el mismo. Un día cualquiera de esos recibo un diagnóstico preocupante, aunque “para ocuparse, no para desesperarse”, así que paso el invierno lejos de mi casa, pongamos que ocupándome, y otro día, entrada la primavera, vuelvo por fin al barrio, donde hay cartas polvorientas y cortinas bajas en algunos negocios que eran parte del paisaje y en las calles, alrededor del mercado, han pintado círculos donde la gente ríe y vacía jarras doradas de cerveza. Mi casa está igual y a la vez distinta: tiene algo nuevo, una capa invisible, un aire de escenografía que se disipa mientras reviso los libros de la mesa de luz y encuentro mi ropa y la cámara junto al geranio que se estira, lleno de flores, hacia la ventana.  Al día siguiente llevo el rollo al laboratorio de la calle Piedras. Cuando me lo devuelven revelado, descubro que el tiempo y la luz, cada día, durante meses, se han estado posando sobre la foto de la planta. La imagen velada primero me decepciona, pero casi al mismo tiempo me hace feliz. Creo que me halaga la idea de que las fotos, como las flores, no me pertenecen.